jueves, 8 de marzo de 2018

BLOQUE 10. 10.2 EL GOBIERNO RADICAL CEDISTA (1933 - 1935). LA REVOLUCIÓN DE ASTURIAS. EL FRENTE POPULAR, LAS ELECCIONES DE 1936 Y EL NUEVO GOBIERNO.

BLOQUE 10. 10.2 EL GOBIERNO RADICAL CEDISTA (1933 - 1935). LA REVOLUCIÓN DE ASTURIAS. EL FRENTE POPULAR, LAS ELECCIONES DE 1936 Y EL NUEVO GOBIERNO.

Teoría para ampliar y comprender:

El bienio radical-cedista
Desde la crisis de diciembre de 1931 en que salieron del gobierno Lerroux y sus radicales, fueron éstos deslizándose hacia la derecha, rebasados en lo social por el republicanismo de izquierdas de Azaña y por el socialismo. En 1933, puede decirse que ocupaban una posición de centro. Tras las elecciones, la estrategia de la CEDA fue sostener parlamentariamente un gobierno en minoría de los radicales, para conseguir luego su apoyo al gobierno cedista que habría de cambiar la Constitución y frenar las reformas del primer bienio, tal como manifestó el propio Gil Robles: "nuestro programa, cuando llegue el momento, lo realizaremos nosotros". Así pues, el 18 de noviembre se constituyó el primer gabinete presidido por Lerroux, que apenas se mantuvo el tiempo necesario para amnistiar a los convictos de la "sanjurjada" y derogar la Ley de Términos Municipales, sucediéndole un gobierno presidido por el también radical Ricardo Samper. En realidad, quien controlaba el poder con su mayor minoría parlamentaria era la CEDA; hasta que Gil Robles decidió que estaba madura su llegada al gobierno, lo cual sucedió con la dimisión de Samper el 1 de octubre de 1934 y la formación de un nuevo gabinete presidido por Lerroux y en el que participaban tres ministros de la CEDA.
La entrada de la CEDA en el gobierno desencadenó la revolución de octubre. La izquierda republicana y el movimiento obrero, particularmente los socialistas, no creían en la lealtad de Gil Robles a la República, no sólo por su silencio ante los requerimientos para que hiciese pública manifestación de dicha lealtad, sino porque –y quizá de ahí su silencio– era conocido que el respaldo financiero a la CEDA provenía sobre todo de sectores monárquicos. Así que él se limitaba a declarar su fe en el parlamentarismo; aunque mientras, un significado monárquico como José Calvo Sotelo declaraba a Radio París: "Considero evidente que este Parlamento será el último elegido por sufragio universal por muchos años. Estoy persuadido de que la República se ha puesto más en peligro por ser parlamentaria que por ser una República" (Jackson, p. 120). El 3 de octubre editorializaba El Socialista: "Gil Robles en el Poder podría aplastar a las organizaciones obreras y a los partidos revolucionarios". Los temores ganaban fundamento observando la situación europea. Como recuerda Jackson, "el partido católico del centro en Alemania había votado la concesión de plenos poderes a Hitler (enero de 1933), y el Vaticano había firmado un Concordato con Hitler en julio de 1933 (...) En febrero de 1934, un primer ministro católico, el canciller Dollfuss, se convirtió en dictador de Austria y ahogó en sangre la protesta socialista por la disolución del Parlamento". Esto temían los socialistas; pero en general –como sobriamente define el profesor Lacomba- se tenía el convencimiento de que "la aplicación de la legalidad (la entrada de la CEDA en el gobierno) podía ser el camino para romper la legitimidad" (la República).

Por lo demás, desde 1933 el discurso de Largo Caballero se había extremado, incorporando conceptos como la dictadura del proletariado, el entendimiento entre los sindicatos obreros y la conquista del Estado, y arrastrando tras de sí –en detrimento de los apoyos internos de Indalecio Prieto y del más moderado Julián Besteiro- a gran parte de las bases social-ugetistas, hartas de la anterior política –lenta y entreguista– de colaboración con el reformismo burgués, acosadas por las críticas anarcosindicalistas, y deseosas de recuperar la imagen y las formas revolucionarias del socialismo marxista. Se explica así que Prieto, queriendo demostrar menos palabras y mayor eficacia revolucionaria que Largo Caballero, gestionase personalmente la compra de armas para el movimiento asturiano.
La revolución, aunque se había planeado a escala nacional, sólo prendió en Asturias y Cataluña. En la primera, los años de propaganda anarquista y marxista habían creado un espíritu de misión entre los mineros, que alcanzaron un alto grado de unidad. Ahora, ante lo que ellos entendían como la amenaza fascista, y adoptando el slogan de Unión de Hermanos Proletarios (UHP) como denominador común de sus grupos, las diferentes organizaciones de la clase obrera se unieron efectivamente en comités revolucionarios locales. La revolución se extendió rápidamente a partir del día 5 de octubre, con una intensa carga de revolución social y ética, pero con la lacra de algunos linchamientos de religiosos y burgueses por parte de elementos incontrolados por los comités, y muy pronto, con los problemas de organización y las contradicciones ideológicas entre los propios revolucionarios. Como señala Díaz Nosty, no se tenía un programa concreto; el documento pergeñado por Indalecio Prieto a tal efecto no pasaba de plantear "un embrionario frente popular, con la puerta abierta a las alas progresistas de la burguesía". La represión, siguiendo el consejo de los generales Franco y Goded, fue encomendada por el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo (radical), a la Legión, rápidamente transportada desde Marruecos al mando del teniente coronel Yagüe, y puesta sobre el terreno asturiano bajo las órdenes del general López Ochoa. Hubo ejecuciones sin juicio y encarcelamientos masivos.

En Cataluña, tras la muerte repentina de Maciá, Lluis Companys entró a presidir un gobierno de concentración republicana en cuyo seno fueron aumentando las tensiones entre la tendencia mayoritaria de la Esquerra, catalanista pero parlamentaria, y el ultranacionalismo fascista de Josep Dencás, impaciente por proclamar el Estat Catalá con la ayuda de sus escamots (pelotones juveniles de acción callejera). El 6 de octubre Companys, anticipándose a Dencás y para neutralizar el propósito de éste, proclamó "el Estado catalán dentro de la República federal española". Pero con la inhibición de la CNT respecto del gobierno "burgués" de la Generalitat, el escaso entusiasmo independentista del propio Companys y la prudencia del general Batet, encargado de controlar la situación, el movimiento fue dominado y la autonomía catalana suspendida hasta febrero del 36.

Dominada la revolución, el gobierno viró a la política claramente reaccionaria de 1935. Fue entonces cuando se frenó el intento de reforma agraria de Giménez Fernández, se pasó a la contrarreforma de Velayos y se dio entrada en el nuevo gabinete formado por Lerroux (mayo de 1935) a cinco ministros de la CEDA, entre ellos el propio Gil Robles como ministro de la Guerra. Para el profesor Seco Serrano el alzamiento de 1936 iba a ser posible por la labor de Gil Robles al frente de dicho ministerio. Pero antes habría de destaparse el escándalo del straperlo (Ruleta trucada cuya licencia de instalación en los casinos españoles había sido obtenida por su promotor, el aventurero holandés Strauss Perl, mediante el soborno del hijo (adoptivo) de Lerroux, del ex ministro de la Gobernación Salazar Alonso y del gobernador que Lerroux había nombrado para Cataluña, Pich y Pon) que terminó de arruinar la credibilidad política de Lerroux y su partido. Alcalá Zamora, resistiéndose a entregar todo el poder a la CEDA, encargó a Joaquín Chapapietra la formación sucesiva de dos gobiernos. Y finalmente, tras la inviabilidad de éstos, recurrió al centrista Manuel Portela (14 de diciembre de 1935) para que convocara elecciones cuanto antes.

El Frente Popular y la conspiración militar
En vísperas de las elecciones de febrero los partidos republicanos de la izquierda burguesa eran la Unión Republicana de Martínez Barrio (en la que se había integrado el ala izquierda del maltrecho Partido Radical) y, sobre todo, la Izquierda Republicana de Azaña. Tanto Azaña como Indalecio Prieto (desde el exilio) estaban convencidos de la necesidad de la alianza entre el republicanismo de izquierdas y el socialismo, a fin de profundizar las reformas iniciadas durante el primer bienio; una alianza que, siempre que fuera de carácter coyuntural y a corto plazo, también apoyaba Largo Caballero, cuya estrategia a más largo plazo seguía siendo la revolución por medio de la Alianza Obrera. El pacto electoral y acta de constitución del Frente Popular se firmó el 15 de enero por Izquierda Republicana, Unión Republicana, Esquerra Catalana, PSOE y Partido Comunista, conviniendo los partidos obreros apoyar parlamentariamente al futuro gobierno sin participar en él, y a sabiendas todos de que suscribían un programa mínimo: la amnistía de los 30.000 presos políticos de la revolución de octubre, el retorno a la política religiosa, educativa y regional del primer bienio, y una más rápida reforma agraria.

Por su parte las derechas –como explica J. Tusell– fueron incapaces de unirse en torno a un programa y candidaturas comunes. Pero tuvieron fuerte apoyo financiero y personalizaron al máximo la campaña en Gil Robles, con grandes retratos y mítines en los que se pedía a gritos "todo el poder para el Jefe". Además, a pesar de las diferencias entre socialcristianos, como Giménez Fernández y Luis Lucia, y carlistas y monárquicos, como Goicoechea, los dirigentes de !a CEDA y los monárquicos se pusieron de acuerdo en la mayoría de los casos a escala local para apoyar a un único candidato y no cometer un suicidio político.
Y en otros casos la CEDA también logró alianzas con los restos del Partido Radical, el pequeño Partido Agrario, los tradicionalistas y la  Lliga de Cambó; aunque no con la Falange, que acudió sola a la cita electoral. También el PNV presentó candidaturas independientes, en contra de la consigna del Vaticano, que los conminó a unirse a la derecha -como señala Tuñón de Lara- "porque estas elecciones representan la lucha entre Cristo y Lenin".
El 16 de febrero 9,8 millones de electores mayores de 23 años de ambos sexos (el 72% del censo) acudieron a las urnas. El Frente Popular superó al bloque de derechas en sólo 141.592 sufragios, pero la ley electoral (de 1907), que primaba en escaños la mayoría de votos, dio a aquel una amplia mayoría en las Cortes. Rápidamente se ejercieron toda clase de presiones sobre Portela para que no reconociese el resultado electoral y declarase el estado de guerra; así actuó Franco sobre los generales Pozas (al frente de la Guardia Civil) y Molero (ministro de la Guerra), y Gil Robles y Calvo Sotelo sobre el mismo Portela. Pero Portela traspasó limpiamente el poder a Azaña, que hubo de formar gabinete el 19 de febrero con el programa del Frente Popular.
Desde el primer momento el gobierno se tuvo que enfrentar a una especie de revolución espontánea: incidentes violentos, huelgas, asentamientos campesinos incontrolados. El 1 de mayo, Indalecio Prieto pronunció un mitin en Cuenca denunciando la torpeza de la violencia y la anarquía generadora del fascismo: la agitación social podía provocar un golpe de Estado militar. En tal situación, las Cortes depusieron a Alcalá Zamora y eligieron a Azaña como Presidente de la República. De nada le valió a Azaña el encargo de formar gobierno a Prieto, para que éste tratase de contener el desbordamiento social, pues el socialista fue desautorizado por su partido. Se hizo cargo entonces de la presidencia del consejo Casares Quiroga, entre la doble amenaza de la subversión social de las izquierdas y del golpe de Estado militar. La primera estaba a la vista. El segundo se estaba fraguando secretamente desde marzo en torno a la Unión Militar Española (UME), encabezada por Sanjurjo desde su exilio en Portugal y dirigida en España por el general Mola.
Junto a los militares afiliados a la clandestina UME, Mola contaba con los generales Fanjul, Villegas, González Carrasco y Varela (detenido en Cádiz), todos sin mando en aquel momento; pero también con el genera! Goded, gobernador militar de Baleares, Cabanellas, al mando de la 5a División Orgánica (Aragón), Queipo de Llano, director general de Carabineros, y, cuando terminase de deshojar la margarita, Franco,-gobernador militar de Canarias. No obstante, quienes tenían los hilos de la trama eran muchos de los coroneles frustrados en sus aspiraciones al generalato por la reforma militar de Azaña, entre ellos, tres decisivos en Marruecos: Soláns, Yagüe y Sáenz de Buruaga. Junto a los militares, la ultraderecha política –Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, Goicoechea–, tratando de ideologizar el alzamiento contra la República. Y por debajo de todos, como recoge
, el conde de Fernán Núñez, Lequerica, Sangróniz, Pujol, Gamazo, Vallellano, Ventosa, Bau, Bertrán y Musitu, Vergarajáuregui, Carceller, Areilza y, figura clave en la financiación, Juan March. El asesinato de Calvo Sotelo, en venganza por la muerte del teniente de la Guardia de Asalto José Castillo a manos de un comando de Falange el 12 de julio, fue el detonante de un golpe militar largamente preparado y que iba a convertirse en guerra civil.

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